Conforme avanzan los años, plantear máximas en cualquier campo del conocimiento se vuelve cada vez una tarea más complicada; en la actualidad, el cuestionamiento de la información que durante años se aceptaba de forma dogmática es cada vez más frecuente. El arte contemporáneo como campo productivo y de conocimiento –en teoría– plantea un panorama de posibilidades a partir del momento en que la materialidad de la pieza ya no es su valor único de apreciación, sin embargo, a pesar de que esta cuestión pareciera permitir la validez de cualquier medio para la expresión artística, esta idea terminó por establecer nuevos dogmas alineados a las ideas posmodernas de la teoría estética. Hay ahora una sospecha fundamental alrededor de formas de expresión “tradicionales” que eventualmente han mutado en lo conocido como muerte de la pintura.
Para que la producción de objetos culturales sensibles (léase “arte”, para fines prácticos) despierte un mínimo interés, al menos desde una postura dialéctica, debe cuestionar una idea imperante que genere un diálogo en devenir. Es decir, el principio de interacción con el arte contemporáneo es la gestación de una nueva idea sintética que no proviene de la nada sino que está articulada a partir de su discusión con la tradición e historia. En esta muestra se rescatan piezas de algunos artistas de diferentes ciudades que representan una “anomalía” dentro de sus respectivas generaciones y/o escenas, la mayoría recurriendo a la pintura. El ser anómalo de las piezas se sugiere desde su posicionamiento ante un contexto que se ha volcado a la manufactura y búsqueda de nuevas mediaciones marcadas por lo post-tecnológico, la migración de soportes y el recelo teórico.
Cada una de las piezas entabla una conversación con referentes generacionales de distintos tiempos. Andrew Jilka, artista estadounidense, explora el pop en su etapa más tardía desde un ejercicio pictórico de amalgamas elaboradas con base en la cultura visual contemporánea de los Estados Unidos. Al mismo tiempo, Trilce Zúñiga e Ileana Moreno, exploran esa pedacería pop de cultura visual estadounidense llegando a territorio Mexicano y la extienden hacia el campo del dibujo; en el caso de Mo- reno, añadiendo elementos prehispánicos explorados desde la cultura del internet.
Carmen Aranda propone un sistema visual que empata elementos tradicionalmente relacionados a lo infantil o a la ternura para proponer acercamientos al lenguaje desde la diversidad y la disidencia de género. Siguiendo con la lógica de la abstracción, Juan Diego Covarrubias presenta paisajes sintéticos que se insinúan como “firmamento”, que bien podrían verse desde una noche somnolienta en el bosque de la primavera, lo cual extiende su retrato de la Guadalajara contemporánea post-internet. Esta misma Guadalajara aparece en las exploraciones paisajísticas de Enrique Hernández, en las que el algoritmo se hace presente en el lienzo a través de su documentación de las deformaciones que los mecanismos digitales hacen a las vistas de calle de la ciudad.
Por otra parte, el lienzo urbano migra hacia el soporte del bastidor en la obra de Luis F. Muñoz quien usa el vinilo como crisol para las fallas técnicas y otras catástrofes de un tiempo en que la representación del mundo está fracturada. Al mismo tiempo, la obra de Roberto Turnbull encarna un espíritu atemporal de la pintura que se manifiesta en las paredes de la ciudad (especialmente la Ciudad de México y Guadalajara), ciudades en las que el graffiti convive con el descarapelado de las paredes, los “halos” que dejan los trabajos de pintura de un taller de hojalatería, e infinidad de agentes que dejan su rastro en el paisaje citadino.
La esencia de lo presentado en esta exposición está en retomar un diálogo que ha sido innecesariamente signado por la competitividad y la desavenencia, abriendo así un resquicio para la convivencia armónica de distintas latitudes prácticas que se abordan desde la misma perspectiva genética: la necesidad de creación que busca encontrar su tiempo de comprensión.
—Emilio A. Valencia