¿Qué fue primero la flor o el color?
El rosa es un color no espectral. Un fantasma. No existe en la naturaleza, es un invento que surge de una combinación entre la difracción de la luz y el mecanismo de nuestros ojos. Existe en tanto existimos nosotros.
La invención del rosa es un producto de la actividad de nuestro cerebro en donde los conos que se activan —tenemos tres: verde, rojo y azul— son el rojo y el azul, que superpuestos constituyen este nuevo tono. Ausente del arcoíris, el rosa no tiene una longitud de onda en la línea que forma la difracción de la luz blanca: es una ficción, y la escribimos nosotros.
Y es que entonces es verdad cuando se dice que el mundo realmente no es lo que parece. Reconstruimos constantemente el color en función del entorno; aquello rosa que percibimos es un esfuerzo continuo de interpretación, a lo que yo me pregunto, ¿y qué no lo es? La mirada de Gibrán también se esfuerza. En su andar observa, va alterando realidades. Una nubosidad se adueña de la lejanía: su horizonte ya no divide el cielo y la tierra, al contrario, están en sintonía. Como con el rosa, lo que él ve puede no ser, pero no importa pues ahora le pertenece y entonces es. Cuando el artista mira, a lo lejos, o de cerca, en la calle, a su alrededor, elige; captura momentos, los deposita en su catálogo mental o en su libreta errante que lleva con él a todas partes.
Abstrae situaciones de su contexto, transforma en materia lo recordado y lo reanima, como cual Frankenstein con su creación. Para esto, el artista recurre a su Archivo vago, un repertorio de momentos y experiencias que ha compilado en imágenes desde el 2016. Un clavado dentro de éste es suficiente para entender la iconografía que inunda su obra. Al revisarlo, me encuentro con situaciones un tanto extrañas; escapan a la realidad, ¿son alucinaciones? Son la síntesis de la manera en la que Gibrán capta el mundo.
Esta curaduría de vivencias alteradas no son más que fracciones de tiempo, que de no ser archivados en la memoria, dejarían de existir. O bien, migrarían a otro plano, en este caso al pictórico. Gibrán, a través de su aguda pero viciada mirada, vislumbra escenas que de otro modo hubieran sido olvidadas: una señora mira fijamente hacia la pista de baile de un salón en la colonia Guerrero de la Ciudad de México; con su abanico, se posa debajo de un gran letrero que lee “Las Super Amigas”.
Ahora, a pesar de que su paisaje se transformó, persiste en el tiempo; ella, acompañada de un pony y un iglú, mira hacia un nuevo horizonte.
En Delicias locas parece suceder una fiesta. Sus personajes están reunidos bajo el rito del goce. Mientras unos sacan a bailar a sus motocicletas, dos enamorados se besan en la esquina de una acera. Hay comida, zapateo y por supuesto, cotorreo. Descifrar si los personajes o los escenarios de estas ensoñaciones provienen de la realidad es inútil, pero difícil de evitar. Constantemente queremos decodificar lo otro, y en la pintura de Gibrán, al color y a la forma se le suma un tercer nivel de interpretación: la palabra. Sus composiciones suelen ir acompañadas de frases que aparentemente aterrizan y dan sentido a la escena, pero que al leerse, el significante que parecía delimitarse por el lenguaje, de pronto se amplía; entonces llega la poesía. “La suavidad de tu piel le da un aspecto como de inmortal”, rotulada junto a un bigote debajo de otro bigote, o “Pidiéndole a un atardecer que te quedes”, inscrita abajo de una sandalia cuyo tacón fue sustituido por una especie de cariátide masculina que sostiene la parte trasera del zapato, son ejemplos de esto.
En la unión de imagen-palabra, lo real y lo simbólico son reversibles, están en constante intercambio. Lo que pudo haber sido una simple nopalera, ahora tiene una cara; lo que tal vez era un arbusto se ha convertido en un elegante traje portado por un personaje. El compendio de imágenes, un tanto absurdas, son producto de dos mundos encontrados que a pesar de pertenecer a reinos distintos, logran hibridarse.
Para Delicias locas, Gibrán, acostumbrado al acelerado ritmo de la calle, tuvo que desacelerar. Una parte importante en el proceso de esta exposición fue su exploración del color y las materialidades de la pintura, además de continuar su aproximación al pellón, un soporte que va construyendo con más de cuarenta capas de pintura. Pintar requiere otro tiempo, uno de contemplación, de introspección y cercanía a uno mismo. Su mundo y el de afuera por fin se hicieron uno con la pintura.
Fucsia, magenta, melocotón, rosa chicle, rosa pastel, rosa mexicano, rosa Barragán. Gibrán introduce uno nuevo: lo apodé rosa quimera. Este atrevido color surge de la mezcla de otros dos tonos, el “poesía” –en honor a su lira– y el “listón”. Así florece un híbrido, un nuevo rosa que se esparce por los lienzos y congrega a los invitados de esta enigmática fiesta a mirar a la rosa para morir lentamente.
Gibrán observador, Gibrán paseador, Gibrán coleccionista de experiencias, Gibrán transmutador de color, Gibrán poeta reúne para esta exposición individual un nuevo cuerpo de trabajo para presentarlo por primera vez en la galería Tiro al Blanco.
─verana codina